La violencia sexual infantil es tortura: un crimen que el mundo sigue permitiendo
La violencia sexual contra bebés, niños, niñas y adolescentes no es solo un delito: es una forma de tortura que deja marcas equivalentes al terror. A pesar de las campañas, declaraciones internacionales y avances normativos, las cifras globales siguen prácticamente iguales desde 1990. Esta semana, tres efemérides mundiales vuelven a recordarnos que la protección de la infancia no puede reducirse a símbolos. La psicóloga y especialista en derechos de la infancia, Sonia Almada, analiza por qué la cultura, la tecnología, la impunidad y la negación colectiva mantienen vivo un crimen que debería ser impensable.
La violencia sexual en la infancia es una tortura que el mundo sigue permitiendo
Lic. Sonia Almada
En Rosario, un bebé de seis meses fue internado hace pocos días con lesiones compatibles con violencia sexual. El detenido fue un hombre de 47 años, pareja de la madre, una adolescente de solo 16: dos víctimas unidas por el mismo perpetrador. En otro caso, un vecino relató en un canal de noticias que, al pasar por el pasillo que conecta varias viviendas, encontró a un hombre de 46 años arrodillado sobre una niña de cuatro años, la nena boca arriba, ida, mirando hacia el techo. El testigo declaró haber entrado en shock ante la escena, y no es para menos. Si él sufre un shock, imaginemos lo que vivirá la víctima el resto de su vida.
La violencia sexual es tortura y cualquiera que la haya padecido no dudará un segundo en señalarlo con vehemencia. Nombrarla de este modo es recuperar la verdadera dimensión del daño, no solo el subjetivo, sino también físico, social, cultural, espiritual y financiero.
Y cuando entendemos eso, no sorprende que el mundo destine días específicos para advertir sobre ella y exigir su prevención.
El 18 de noviembre es el Día Mundial para Prevenir la Explotación, los Abusos y la Violencia Sexuales contra los Niños y Promover la Sanación.
El 19 de noviembre es el Día para la Prevención del Abuso Sexual de Niños, Niñas y Adolescentes, convocado por el Consejo de Europa y Naciones Unidas.
El 20 de noviembre se celebra el Día Mundial de la Infancia, que recuerda la Declaración de 1959 y la Convención de 1989, y todo lo que aún falta para cumplir sus preceptos.
La violencia sexual infantil es una problemática que no cede. Según el análisis del Global Burden of Disease, publicado en The Lancet en 2025, las estimaciones de prevalencia de violencia sexual en la infancia se han mantenido relativamente estables desde 1990, con ligeras variaciones por país y región. El mismo estudio señala que, entre jóvenes de 13 a 24 años que sobrevivieron a estas violencias, el 67,3 % de las mujeres y el 71,9 % de los varones experimentó la primera agresión antes de los 18 años.
Décadas de campañas, compromisos y declaraciones no movieron esa cifra. Esa persistencia puede verse en la manera en que las sociedades defienden, desestiman o reniegan de estos crímenes contra la infancia.
En 1977, Le Monde publicó dos cartas abiertas que hoy resultan estremecedoras. La primera defendía a tres hombres encarcelados por haber mantenido —y fotografiado— relaciones sexuales con niñas y niños de trece y catorce años. Estaba firmada por figuras centrales de la vida intelectual francesa como Roland Barthes, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre. Meses después, otra carta pidió revisar el código penal respecto de las relaciones menores-adultos, con apoyos de Michel Foucault, Françoise Dolto, Louis Althusser, Jacques Derrida, Marguerite Duras y Hélène Cixous.
Que parte de la élite intelectual, psicoanalítica y artística defendiera públicamente la “disponibilidad sexual” de los niños muestra que la banalización y la indolencia no son síntomas contemporáneos: son un hilo persistente de nuestra cultura.
Se ha naturalizado también que figuras del espectáculo o del deporte hayan cometido estos crímenes y sigan circulando por medios, dando entrevistas y viviendo sin consecuencias, mientras las víctimas deben recuperarse toda su vida.
La tecnología agregó un frente devastador. En los entornos digitales, este crimen adquiere escala industrial, anónima y global. En 2024 se reportaron 62,9 millones de archivos vinculados a explotación sexual infantil. Los reportes de online enticement superaron los 546.000 casos, un aumento del 192% en un año.
Las consecuencias están estudiadas: depresión, ansiedad, consumos problemáticos, dificultades en el aprendizaje, en los vínculos afectivos, sexuales y sociales.
La dark web revela algo aún más perturbador: muchos de quienes hoy consumen material de explotación sexual vieron imágenes por primera vez cuando eran niños. Esa exposición temprana es un factor causal. Crece además el streaming de agresiones sexuales en tiempo real, un mercado transnacional donde usuarios pagan para presenciar la tortura de niños y niñas.
La exposición temprana no solo desorganiza la vida psíquica y sexual del niño, sino que aumenta el riesgo de quedar atrapado como víctima o repetir patrones. La cultura pornográfica masiva instala una narrativa basada en la crueldad, la degradación y la infantilización erótica. Parte del trap y la cultura digital reproducen esa estetización y borran límites.
En Francia estalló un escándalo reciente por la venta de muñecas con rasgos infantiles —trenzas, colitas, uniformes escolares— comercializadas como objetos sexuales. No son piezas aisladas: alguien las imaginó, diseñó, produjo y millones las consumen. Es industria global habilitada culturalmente.
No es casual que Filipinas sea hoy uno de los principales destinos de explotación sexual infantil, señalado por ECPAT y UNICEF. La combinación de pobreza, demanda extranjera y conectividad lo convirtió en hotspot global.
Convive también la impunidad institucional. Aun con avances legislativos, los tiempos judiciales suelen favorecer a los agresores. La prescripción penal debilita toda estrategia de prevención. Los “Juicios por la Verdad” no imponen límites reales: no protegen, no sancionan, no reparan.
Los testimonios de sobrevivientes lo dicen con claridad: frustración, desgaste, y la certeza de que el agresor puede seguir actuando “en este mismo instante”.
La violencia sexual contra bebés, niños, niñas y adolescentes es una forma de tortura y no puede prescribir. Así lo reconoce el derecho internacional: cualquier forma de violencia sexual contra menores constituye trato cruel, inhumano o degradante, y en muchos casos tortura.
La tortura también ocurre en hogares e instituciones, cuando un adulto somete sexualmente a un niño. No conozco uno solo que no describa el acto con marcas equivalentes al terror y la aniquilación subjetiva.
A esto se suma un fenómeno del que casi no se habla: algunas organizaciones que dicen defender a las víctimas, pero instrumentalizan el dolor para obtener financiamiento, visibilidad o poder. No impulsan transformaciones: las bloquean.
La prevención exige aprender de quienes sobrevivieron. Ninguna política es eficaz sin su experiencia. No es memoria del pasado: es conocimiento indispensable para diseñar justicia, salud y prevención real, y para que otras víctimas rompan el silencio sabiendo que no están solas.
La violencia sexual infantil no se frena con efemérides ni declaraciones solemnes, sino desarmando las lógicas que la sostienen: la erotización de lo infantil, la estética de la vulnerabilidad, la indiferencia adulta, la instrumentalización del dolor y la disponibilidad simbólica de la infancia como objeto del deseo adulto.
Estos tres días consecutivos deben funcionar como un llamado político y ético. Sin decisiones concretas —financiamiento sostenido, legislación adecuada, justicia efectiva y prevención masiva— la infancia seguirá siendo el grupo más desprotegido de nuestra sociedad.
Sonia Almada es Lic. en Psicología (UBA), Magíster Internacional en Derechos Humanos (UNESCO), especializada en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la Asociación Civil Aralma y es autora de La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.